Casi protagonizo mi propia crónica roja

Dicen que los periodistas no deben ser protagonistas de la noticia. Ayer casi incumplo esta máxima.
A la salida del trabajo, enrumbé a la avenida Abancay. Debía encontrarme con Mario en su oficina, a eso de las 4 de la tarde.
Tomé el bus de la línea 23A. Me senté en uno de los sitios vacíos, al lado de la ventana. El sueño me invadió, acomodé mi casaca como si fuera una almohada, la pegué junto a mi cabeza en la ventana, y al poco tiempo, me quedé dormido.
Avanzamos pocas cuadras, debido al intenso tráfico en Abancay. Cuando pasábamos por el parque Universitario, una súbita maniobra del bus me despertó.
En pocos segundos, ví cómo el vehículo de transporte público en el que viajaba pasaba del carril externo, al del medio, y de este al más cercano a la acera peatonal con una inusual velocidad.
Para quienes viajan en combi y bus, el que un chofer haga esto de manera brusca es cosa de todos los días.
Sin embargo, el ómnibus de la 23A esta vez no se detuvo cuando ya había alcanzado la vía peatonal: se subió a la vereda.
Las señoras comenzaron a gritar, yo solo atiné a alejarme de la ventana. Un poste pasó peligrosamente cerca del bus, que arrasaba con todo.
Un vigilante de una de los innumerables centros comerciales de la Abancay no pudo salir a tiempo y fue arrollado.
El chofer frenó y la mole de fierro se detuvo. Una pequeña, que en ese momento estaba sola en la acera, salvó milagrosamente de morir.
El vigilante aún estaba vivo, tirado en el suelo.
En menos de un minuto, la vida de esta persona cambió por la imprudencia de otro. Dios, la vida es alucinante.

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